ELOGIO DE LA TRASHUMANCIA (A PROPÓSITO DE WENDERS)

<Por Gustavo Provitina>

El autor analiza la figura del viajero en el cine de Wim Wenders, particularmente en la película de 1976 En el curso del tiempo.

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El tiempo en las películas de Wenders suele ser un trazo sobre una carretera que se agota en los confines. Quien siga el rastro de esas marcas no encontrará la paradójica flecha de Zenón sino, tal vez, el principio de sincronicidad oriental que suprime la predecible condición de la casuística. Los viajeros de Wenders coinciden al filo de las mutaciones en un lugar donde el tiempo y el espacio se cruzan para desviar el destino o cumplirlo azarosamente. Toda pretensión de establecer un nexo causal entre los personajes y su voluntad de andar es obliterada por los hiatos propios del relato. Preguntarnos si los mueve el deseo del cambio, la inevitable red de las mutaciones o alguna urgencia metafísica es una maniobra inútil. Wenders responde: “mis personajes no van a ninguna parte, quiero decir que no es importante para ellos llegar a ninguna parte (…) Estar en marcha es su aspiración”1. La seducción del movimiento los mantiene en el camino.

Moverse y viajar son acciones que se reconocen en un mismo raigón pero no son equivalentes. Hay quienes se han movido alrededor del mundo pero no han viajado. ¿Viaja Travis a través del desierto que lo conduce hasta su hijo en Paris, Texas? Es difícil responder esa pregunta, o tal vez la única contestación digna nos conduzca hacia el gesto final de ese hombre destinado a cumplir el trajín maquinal de un peregrino. El mismo sayo, aunque con menos vuelo, alcanza también a los personajes de otra vieja película de Wenders: En el curso del tiempo (1976). El director alemán plasma en ese film un tema muy caro a su mirada personal del cine: el deseo de andar por los caminos para borrar los lugares y al fin fantasear con la ilusión de no estar en ninguna parte. Las experiencias que viven estos viajeros crónicos los marcan pero no los cambian. Huyen de la estabilidad pero no de la permanencia, pues perseveran en la manía de los desplazamientos. El movimiento que siguen es el de los carretes de película en los proyectores. Walter Benjamin irrumpe desde alguna zona lateral de la memoria para avisarnos: “cuando alguien realiza un viaje puede contar algo”2. ¿Qué podrían contar los viajeros de Wenders? Anécdotas difusas, deshilvanadas, de amores perdidos o truncos, o quizá los signos dispersos de sus extravíos.


Moverse y viajar son acciones que se reconocen en un mismo raigón pero no son equivalentes. Hay quienes se han movido alrededor del mundo pero no han viajado. ¿Viaja Travis a través del desierto que lo conduce hasta su hijo en Paris, Texas?


El guión de En el curso del tiempo era literalmente un mapa. Un mapa leído por Wenders es como la palma de una mano sometida a la mirada perspicaz de un adivino. Late entre los pliegues que mueven los hilos de los personajes la insinuación de una finalidad perdida. La estructura del film parece cumplir la máxima del cine neorrealista italiano al decir de Cesare Zavattini: seguir a un personaje ardorosamente, como un policía persigue a un delincuente. Wenders jamás abandona a sus frágiles viajeros. Los acompaña por carreteras empecinadas en unir los pueblos distantes de un país dividido por un muro. Conoce —porque ese itinerario lo hizo él mismo durante la etapa de preproducción— la torsión ficcional de esos lugares. Así logró configurar un doble retrato proyectado desde el fuera de campo.

Bruno, un operario especializado en la reparación de proyectores (Rüdiger Vogler) se cruza con Robert, un pediatra devenido en un equívoco suicida (Hanns Zischler). Obligados a borronear la ficción de sus propias andanzas, compartirán un viaje provinciano por menoscabadas aldeas en las cuales el cine todavía constituye, aunque opacamente, la ventana abierta al mundo que preconizó Bazin. La amistad en la filmografía de Wenders suele ser —como dice Nicola en Nos habíamos amado tanto, la gran película de Ettore Scola— una complicidad antisocial. Es una nota marginal, a pie de página, de un mapa garabateado al pasar. Wenders exprime esa circunstancia ingeniosamente, como en la escena que juegan estos peregrinos sin rumbo en un cine marchito colmado de niños. Bruno y Robert improvisan, detrás del telón, un número cómico. Las sombras dibujan una serie de gags trillados pero no obsoletos. Wenders logra un efecto que, a la vez de sintetizar el generoso desvarío de esta insólita dupla, constituye un homenaje al cine primigenio, desprovisto de palabras; pura mímica en blanco y negro. Un cine en el que los arrebatos del cuerpo logran borrar los rostros. Las palabras, a su turno, cumplirán la misma función. Todo viajero sabe que las travesías espolean la oferente tracción de las confesiones. Bruno quiere saber quién es Robert pero, quizás temiendo el compromiso de la reciprocidad, le advierte: “no necesitás contarme tu historia”. Robert objeta: “yo soy mi historia”. Y, como Bruno, no queremos saber más. Las cicatrices esquivas de un amor ingrato, el trauma de una relación mezquina con su padre, el desarraigo en todas las escalas, son los capítulos de esa historia que se nos revela como un palimpsesto errante, interrumpido por mundanales contingencias que acaso expliquen la metáfora fácil pero efectiva del pediatra empecinado en remendar las carencias afectivas de su infancia. De Bruno, en cambio, sabemos menos; lo guía el parpadeo de una estrella fija: el cine. Su misión es reparar los proyectores para garantizar que las historias sigan rodando de carrete en carrete, como el tren que Wenders contrapone a una cinta de película en Tokyo-Ga.

En el curso del tiempo fue dedicada al padre del cine alemán, Fritz Lang, y tal vez por esa razón Bruno, el protagonista, vive para mantener vigente la memoria de su arte. Esa es una demanda épica, obedece al coraje solitario de los pequeños héroes cotidianos. La película sigue su novedoso itinerario. Dos amigos se han echado a rodar en el curso del tiempo. Los vidrios del camión en el que viajan parecen dos fotogramas destinados a cortarse fortuitamente, justo en la bifurcación forzada de toda trashumancia.

1 Wenders, Wim, El acto de ver, Madrid, Paidós, 2005.

2 Benjamin, Walter, El narrador, Chile, Ediciones Metales Pesados, 2010.

LA HUELLA DE SATYAJIT RAY

<Por Gustavo Provitina>

962ca6b9f0cc70880d733d0e2010c1d8Hace veinticinco años moría, en Calcuta, Satyajit Ray (1921-1992), acaso el referente histórico más importante del cine de la India. Repasar en este breve artículo la trilogía de Apu quizá nos permita esbozar un retrato  “incumplido”, al decir de Milan Kundera, de una de las miradas más incisivas que ha dado el cine asiático a lo largo de su historia. La trilogía de Apu – Pather Patchali (“La canción del camino”); Aparajito y El mundo de Apu– representa uno de los análisis más lúcidos sobre la disgregación del orden familiar entre los escombros morales de la posguerra. Pensar estas obras y no recordar que en Japón, Yasujiro Ozu, se dejaba desvelar por planteos muy cercanos, orientados a revisar los núcleos familiares bajo la amenaza indeclinable de la decadencia de las tradiciones, es perder de vista que en el arte hay sincronías que responden al afán simétrico de la historia.

Volví a ver la trilogía de Apu durante tres calurosas e inolvidables noches de verano en el Auditorio Glauber Rocha de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños, Cuba. Las marcas de ese visionado se ordenaron en un  conjunto de rasgos que  anoté justamente para publicarlos en esta revista.

La trilogía -como todo Bildungsroman- narra el crecimiento de Apu y los avatares traumáticos que acompañan el pasaje de la niñez a la juventud.

La muerte articula los desplazamientos y la dinámica interna de una familia integrada por el pequeño Apu, su hermana Durga, el padre, la madre y la abuela. En Pather Patchali mueren la abuela y la hermana de Apu; en la segunda, el padre y la madre. Cada muerte determina un cambio de rumbo en la vida de Apu (salvo el que hace a Calcuta para estudiar). Las mudanzas regulan los acontecimientos determinantes de la familia. Pather Patchali (“La canción del camino”) presenta al padre como un viajero incesante y a la madre echándolo de menos  y perdiendo los estribos frente a su suegra, una anciana sibilina y demandante que le pide a su nieta que robe el fruto de los árboles para mitigar el hambre.

La madre de Apu está íntimamente asociada a la casa, a la permanencia, a lo estático  por oposición al padre que, en La canción del camino, viaja para apartarse de sus responsabilidades familiares, es un vagabundo místico que termina por vaciarse y debilitar los cimientos de los vínculos conyugales para luego intentar revitalizarlos  (como después le ocurrirá a su hijo).  La muerte de Durga, la hermana de Apu, decide el cambio de rumbo. La familia se muda a Benarés.

La muerte y los viajes se mezclan con la naturaleza, los rituales sagrados, las costumbres de la India profunda. La familia se va disgregando lentamente y cada ausencia parece vibrar en el abismo de la música compuesta por Raví Shankar. Aparajito narra el pasaje a la orfandad definitiva: mueren el padre y la madre pero nace el consuelo de la vocación hallada. Apu quiere desarrollar y expandir su visión del mundo y si su padre le inculcó, acaso sin buscarlo, el afán de conocimiento, no tardará en transformar ese legado en camino vital, en objetivo indispensable, en surtidor de inquietudes esenciales.

El último plano de Aparajito nos muestra a Apu rumbo a Calcuta (meca de la instrucción en el plano superior de los saberes). Hay un detalle insoslayable: su tío pretende retenerlo en la casa vacía donde la madre murió esperándolo con la vista fija en los trenes y le pregunta: “¿y los ritos funerarios para tu madre?”. Apu responde: “Los haré en Calcuta”. Desafiar las formas ancestrales de una tradición sin negarla es otro modo de nacer.

El cambio de rumbo parece ofrecer en cada filme la ilusión de escapar de la muerte, de dejarla atrás, sin embargo, en uno de los planos finales de La canción del camino, una serpiente -el símbolo salvaje del mal en la tradición bíblica- penetra en la casa abandonada subrepticiamente. La relación entre la simbología aludida y el curso de la saga es tan evidente que describirla sería incurrir en la más grosera redundancia. La fatalidad es la única guía posible para estas almas arraigadas en el infortunio.

El mundo de Apu, centrado en las inestabilidades de su juventud, replica la inconstancia paterna dolorosamente heredada. La disolución de los vínculos amorosos, la paternidad brutalmente asumida, la frustración de una vocación literaria que le quema las venas y la miseria rondando cada uno de sus movimientos deriva en el plano final: Apu y su hijo se encuentran para enfrentar el único legado que les ha tocado en suerte, el abandono. Ese final auspicia el comienzo, pálidamente esperanzado, de otro núcleo familiar acaso resignado a las oscilaciones de un mundo en crisis.

ANDREI TARKOVSKI: EL VIAJE INTERIOR

<Por Gustavo Provitina

andrei_tarkovskyAndrei Tarkovski, al final de su vida, anota en su diario: la profundidad no se halla en el realismo de unos acontecimientos increíbles, sino en ir hacia el interior[1]…Esa frase afirma la propedéutica indispensable para ir hacia su cine. Ir hacia el interior  pedía Tarkovski. El verbo elegido -como bien lo ha marcado Ivonne Bordelois en su Eimología de las pasiones[2]–  proviene del latín ire cuya raíz etimológica indoeuropea no es otra que *ei derivada, a su vez,  de *eis que designa la energía ejercida impetuosamente en el movimiento por los pueblos primitivos para fundar(se). Ir hacia el interior parece, pues, definir el estro primigenio del cine del  maestro ruso pero también la complejidad que ofrece su obra en sociedades propensas a cultivar relaciones superficiales con el arte y, claro, con la vida. Pero ¿ir hacia el interior de qué?  Quien haya visto su filmografía conoce el rumbo de Tarkovski. Cada película es un movimiento que se propone ir hacia el interior del hombre, vadear el universo inacabable del espíritu, interrogar al ser sin caer en la vana tentación de pretender juzgarlo, remontarse al origen metafísico de su fe. El camino ofrece no pocas resistencias, bien lo sabe el traductor de Nostalgia que renuncia a hablar su propia lengua en el exilio italiano para no ahondar la tristeza de saberse arrancado de su tierra.

Ir hacia el interior se opone -en el concepto de Tarkovski- a un conjunto de acontecimientos increíbles dispuestos de un modo realista.

¿De dónde surge esta reflexión?

Esa entrada en su diario -fechada el 26 de Octubre de 1986-  daba cuenta del visionado que había hecho de El evangelio según San Mateo, la obra maestra de Pier Paolo Pasolini. Imaginemos a Tarkovski próximo a morir siguiendo el sendero de Cristo trazado por un director italiano que describió la impronta revolucionaria del Nazareno.

Pocos saben que Tarkovski, en los meses previos a su muerte, planeaba filmar El Gólgota, basándose en una minuciosa lectura de los libros sagrados. Ese proyecto acompañó los capítulos de su agonía detallados por escrito en Martirologio.  El autor de El sacrificio procuró ver en ese tiempo las películas que se habían ocupado del tema, entre ellas, las de Pasolini y Zefirelli, aunque considera de interés, como es lógico, la del escritor y cineasta boloñés.  Pasolini hizo revivir los acontecimientos, anota en su diario y añade: Tengo que crear la poesía de los acontecimientos. El mito. Con una profundidad enigmática. Con misterio[3]

Las palabras claves son: poesía, mito y profundidad  (el misterio es un resultado del equilibrio entre estos elementos).  Tarkovski insiste en la palabra profundidad y la afirma sobre dos pilares angélicos: la poesía y el mito, es decir la creación y la historia o, mejor dicho, una creación poética de la historia. Ya en Esculpir en el tiempo se aproxima a este concepto desde un ángulo práctico: el que un director posea un pensamiento profundo o no, es algo que se muestra en el motivo por el que hace una película. El cómo, el método, carece de importancia[4]Esta observación se abre en dos ramales: la calidad de las ideas, la profundidad del pensamiento de un director y  la teleología que fundamenta su vocación artística. Probablemente al expresar esta última salvedad pensara en su admirado Johann Sebastian Bach quien luego de componer cada una de sus obras la consagraba a la gloria de Dios y a la instrucción de quienes lo sucedieran en los rigores de la creación. El motivo -léase propósito- de una obra da cuenta de la profundidad con que fue concebida.  Refleja, en última instancia,  la calidad del pensamiento. Recordemos que Godard anteponía a la acción de filmar y montar la operación más delicada: pensar. El pensamiento estructura todas las capas que articularán la obra final. El acto de pensar que propone Tarkovski, sin embargo, no le hace perder de vista que el arte incide sobre todo en las emociones de una persona y no tanto en su razón… Y es allí donde la poiesis, en  tanto juego y arte de creación pero también forma particular del pensamiento, bifurca el sentido íntimo, profundo y comprometido del arte.

Tarkovski, como vemos, elevaba la reflexión sobre su arte a un terreno que nos recuerda la famosa carta de Hölderlin fechada en 1800:… se le ha dado al hombre el más peligroso de los bienes, el lenguaje, para que con él cree y destruya[5]La palabra lenguaje debe ser entendida en sentido amplio, no restringida al alambrado del habla o de la escritura literaria. El lenguaje pensado como un recurso humano para comunicar, en el mejor de los casos, aquello que lo trasciende.  El pensamiento poético de Tarkovski está alineado al concepto de poesía enfocado por Aristóteles, es decir, entendida como un proceso creativo.  Un proceso creativo finalmente dialéctico si entendemos al espectador como un participante crítico de la contemplación estética. Hölderlin advertía que en el lenguaje -como en el ser humano- hay dos fuerzas de signo contrario: una creativa y la otra destructiva. La historia de la humanidad está repleta de ejemplos concretos. Tarkovski aspiraba con su arte a emancipar al espectador de las fórmulas previsibles, letárgicas y conformistas del cine de masas. La clasificación de los artistas que propone en Esculpir en el tiempo es muy conocida, distingue entre  los que configuran su propio mundo y los que reproducen la realidad.

El modo en que Tarkovski configuró su mundo partió de un impulso humanista trascendental que coloca en el centro de su arte la angustia metafísica del ser. Ir hacia el interior es trascender lo evidente para expresar lo esencial. Revivir los acontecimientos no era el designio del maestro ruso sino crear la poesía de los acontecimientos que implica una distancia de la mirada totalmente opuesta. La observación se transforma en revelación. Ya no se trata de describir lo externo sino de ir hacia el interior, donde gravita la matriz espiritual del ser, y plasmar esa profunda sumersión con los recursos creativos de su arte.

Desde su muerte física -ocurrida en Paris hace exactamente tres décadas- las películas y los escritos de Andrei Tarkovski  se han vuelto un manantial de recursos estéticos y espirituales inestimables en una época signada por la alienación, la mediocridad, el desprecio por los valores humanos y la sumisión a estructuras mecánicas que vacían la subjetividad del hombre privándolo de la libertad esencial: la de comprometerse con los avatares de un pensamiento propio.

[1] Tarkovski, A.  Martirologio   Ediciones Sígueme,  Salamanca, 2011.

[2] Bordelois,I      Etimología de las pasiones, Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2006-.

[3] Idem

[4] Tarkovski, A. Esculpir en el tiempo Rialp, Madrid, 2000.

[5] Heidegger Martín, Arte y poesía,  Fondo de Cultura Económica, México, 2008-.

EL DOBLE TRABAJO DEL DIRECTOR: APUNTES SOBRE DIRECCIÓN DE ACTORES

<Por Gustavo Provitina>

nota-provitina1.Unas notas del director ruso Vsevold Meyerhold[1] nos servirán como punto de partida para pensar la dirección de actores. Meyerhold consideraba el trabajo del director en relación al actor tomando como punto de partida dos etapas: a) el trabajo individual; b) el trabajo con el actor. El director ejerce su trabajo individual en función de la idea contenida en el texto dramático. Allí adquiere especial relevancia el análisis minucioso de la estructura dramática y la correcta elección de los actores que darán vida a cada personaje. Elegir a un actor implica la evaluación de sus particularidades fisiológicas, psíquicas, el carácter (si es melancólico, flemático, exaltado…). También es preciso tomar en cuenta el timbre de su voz (recordemos la pesadilla que debió haberles parecido a los actores de la época muda las pruebas a las que fueron sometidos para determinar la validez de sus voces en relación a sus características físicas durante el advenimiento de la etapa sonora).

Un actor es un instrumento que debe sonar en una orquesta por lo tanto además de un cuerpo es también un sonido. En esa etapa corresponde al trabajo individual del director establecer la relación entre el actor y el dispositivo escénico: la iluminación, la escenografía, el uso del espacio y, en el caso del cine, la puesta de cámara. Su responsabilidad en relación al resultado final incluye todos los cuidados necesarios para fortalecer el rendimiento del actor en función ya no solamente de la línea de acción definida por Stanislavski  sino, fundamentalmente, de cara al concepto general y pautas de estilo decididas, meditadas y elaboradas por el director durante cada etapa del proyecto, desde la escritura del guión hasta el rodaje de la última toma.

Cuando el director inicia su trabajo con el actor es de vital importancia que éste asimile sin dificultades ni resistencias la proposición que se le comunica. Usualmente los actores desarrollan su propia visión del personaje y llegan a la primera reunión de producción, atiborrados de ideas preconcebidas, de acotaciones y sugerencias anotadas en los márgenes del guión. Tanto entusiasmo puede hacerles perder el marco de la colaboración que deben prestar y alentar la confusión de que esa proyección mental que hicieron es la única posible para abordar el personaje. El riesgo de esa confusión es reducir al personaje a un conjunto de acciones y comportamientos previsibles, carentes de espontaneidad, de coherencia, de consistencia psicológica.

Andrei Tarkovski lo ha definido con obstinada precisión:

…si es el propio actor quien estructura su papel, pierde la posibilidad de actuar de forma espontánea, libre, de influir en las circunstancias dadas por la idea del director…[2]

El director deberá estar en posesión de un temperamento que le permite ser el primero en definir en el plano interior y exterior la lógica de los personajes. Aquí conviene detenernos para evitar una suspicacia: ¿se trata de ahogar el talento creativo del actor? Desde luego que no, pero esa creatividad debe estar al servicio de la idea del director. Podríamos añadir también -en caso de tratarse de un director experimentado- que el actor debe responder al estilo del director. El ejemplo más austero es el de Robert Bresson que, no casualmente, llamaba a sus actores: modelos. Eran como los modelos de un pintor que debía extraer de ellos los contornos, los elementos vitales para ponerlos al servicio de su obra.

A menudo se olvidan, algunos, que el director debe modelar la actuación del actor. Si éste se convirtiera en obstáculo para ese trabajo atentaría contra la idea general de la obra. Probablemente en esta etapa quien más sepa de la obra y de los personajes sea el director, después, esto debería invertirse. Es famosa la relación de John Cassavettes con sus actores, su necesidad de recordarles durante el rodaje que ellos eran responsables de la vida de sus personajes y que nadie sabía más que ellos en ese punto.

2. ¿Qué le aporta el director a sus actores? La mirada exterior y el significado de la obra (o del filme en cuestión). Pero es una mirada exterior que debe traspasar los límites de la apariencia para escrutar el trabajo del actor por dentro. Sydney Lumet declaró en la entrevista que le hiciera James Lipton en el ciclo Inside the Actors Studio que él trataba de adquirir la misma concentración que el actor en el momento de la escena para establecer un nivel similar de empatía emocional. Lumet trataba de ponerse en el lugar del actor para experimentar una conexión profunda, hacer todo el proceso con él simultáneamente y por ende revelar la verdad emocional del personaje. Tarkovski propone algo parecido:

Si el director quiere conseguir que su actor se halle en un estado determinado, antes tiene que sentirlo él mismo…[3]

Siempre se trata -en última instancia- de crear las condiciones de la escena, la situación, el contexto que determina la lógica del personaje. Si por alguna razón se recurre a la improvisación, será conveniente recordar la sugerencia de Kazan: “…La improvisación sin objetivos es inútil. La improvisación gira en torno de la palabra ‘querer’[4]…”. En la misma entrevista Elia Kazan explica algo que ningún director preparado debe ignorar: “…la preparación de una escena es crítica, no puedes avanzar en frío. Algo sucedió antes de que la escena comenzara. Puedes elegir los eventos que precedieron a la escena y así escoger el significado emocional que la escena tiene para ti[5]…” Determinar las circunstancias dadas, pues, es la única manera de responder a la pregunta que los buenos actores suelen hacer: ¿de dónde viene el personaje? ¿qué le pasó antes de esta escena?  Responder a esa pregunta a lo largo de una estructura dramática permite establecer con claridad ya no solamente la línea de acción general del personaje sino también distribuir adecuadamente la serie de problemas físicos que el actor deberá resolver sin forzar sus emociones. Como es sabido en el método de las acciones físicas los actores se preguntan qué harían (no qué sentirían) en relación al conflicto. Hacer significa asumir conductas, poner en juego acciones concretas tendientes a modificar, a transformar una situación dramática. El personaje es lo que hace, no lo que dice, solía repetir Raúl Serrano en sus clases.

[1] Meyerhold  V.,  Teoría teatral   Madrid, Fundamentos, 1971

[2] Tarkovski   A.,   Esculpir en el tiempo  Madrid, Rialp, 2000

[3] Tarkovski, op.cit

[4] Kazan  Elia, Elia Kazan por Elia Kazan (Conversaciones con Michel Ciment), Madrid, Fundamentos, 1987.

[5] Idem.

LOS ESCRITOS DE JUVENTUD DE ANDREI TARKOVSKI

<Por Gustavo Provitina>

libro tarkovskiLa lectura de los Escritos de juventud de Andrei Tarkovski —recientemente publicados— confirma la absoluta congruencia entre su escritura literaria y su posterior configuración cinematográfica. León Tolstoi preconizó, en las postrimerías del siglo XIX, luego del visionado de unos precarios rollos de película: “serán necesarias nuevas formas de escribir…”. Los relatos de Tarkovski ratifican esa definición. El prestigio literario de su padre —Arseni— es probable que lo haya inclinado a la práctica temprana de la escritura. El escritor y el cineasta se fusionan sin desconocer la frontera entre ambos lenguajes. El esmerado estudio introductorio de José Manuel Mouriño enfatiza la noción de puctum —concepto extraído de la teoría de Barthes— para analizar la elaboración tarkovskiana de la imagen. Pero si el puctum es una cualidad inefable, subjetiva, que se ofrece a la avidez del ojo que insiste en penetrar la imagen, en Tarkosvki hay un deseo temprano de trascender esa dimensión para traspasar los límites de lo metafísico. Mouriño registra en estos textos un antecedente literario de la visión interior que Tarkovski aplicará y desarrollará posteriormente en toda su cinematografía.

¿Cuál es el equivalente del puctum de estos escritos? ¿Hay un puctum más allá de la imagen? Cada texto de Tarkovski parece modelado sobre un tapiz donde es posible reconocer la semántica de su piadosa visión del hombre especialmente en “La primera nevada”. Los escritos datan de los años de la intensa formación académica de Tarkovski (1952-1960). “El concentrado” es un ejercicio de escritura académica que elaboró durante las pruebas para ingresar al VGIK (instituto de cinematografía ruso). Este guión, al parecer, no ha sido filmado pero constituye un prematuro adiestramiento narrativo. “Cogito, ergo, sum” revela tempranamente una preocupación formal por la construcción de atmósferas metafísicas que enmarcan la opresión existencial del personaje.

La huella de Hemingway se siente en la economía de la escritura, en la concentración de las tensiones y en el tratamiento de los diálogos pero también es posible advertir la presencia de Gogol, Pushkin, Chejov. Los cuentos “Felicidad”, “Carta sin destinatario” y “La valla” suman al profundo tratamiento psicológico de los personajes el imaginario sensorial de un realizador total capaz de poner en plano la emoción escrita sin poses ni aspavientos retóricos. “Vivo con tu fotografía” es el antecedente literario de su película El espejo (1974). La matriz autobiográfica de este film ha sido ampliamente comentada por su autor. El libro ilustra el texto que Tarkovski escribiera en 1960 con fotografías del álbum familiar. Puede apreciarse la casa del bosque con sus ocho ventanas, un retrato de Tarkovski a los dos años y la foto de su madre sentada en la valla junto a la pradera que recrea en el inicio de la película: Mi madre está feliz. Está sentada en una valla gris y fuma con un aspecto radiante…(…) Con su pesado cabello claro, está sentada sobre una valla de madera. Detrás de ella hay un campo labrado. Es primavera. Vestida con un abrigo corto y una falda larga de cuadros, fuma un cigarrillo. Está a punto de dar una calada, y su rostro no expresa nada más, por lo que se vuelve real y fantástico, como el tiempo, como un momento pasado pero presente…  ¿Cómo leer esa frase sin recordar el comienzo de Zercalo con Margarita Terekhova sentada en la valla con su rodete rubio digno de la Madeleine de Hitchcock?

Los Escritos de juventud  no pueden leerse sin la presión de un correlato visual cercano a las famosas polaroids que testimoniaron los años del exilio italiano. El uso del lenguaje en esos textos, sin embargo, demuestra que su cualidad literaria parece relevar —otros leerán revelar— un esquema previo de rodaje. Los cuentos bien podrían leerse como tratamientos argumentales brotados de la pluma de un escritor dotado o como pruebas de invención narrativa de un director inspirado. La matriz autobiográfica acerca estos escritos al deseo de fijación de la polaroid. Si —como creía Tarkovski— la creación de una película nace de una visión interior, cada uno de estos relatos parece espejar ese ejercicio de introspección estética ascético y profundo. La cualidad cinemática de esos escritos descansa sobre la construcción de un hilo de tensiones gobernado por atmósferas que reclaman la cámara antes que la escritura nerviosa de un artista incipiente. El marco descriptivo es superior a la fuerza de la acción de sus personajes, prevalece la tendencia hacia un tipo de narrativa débil. La tensión de estos cuentos proviene —como en su cine— de su particular estilo para templar la percepción temporal de las situaciones. Los escasos poemas que cierran la edición invitan a ser leídos como frases de un montaje abierto a los sentidos donde las palabras proyectan el tiempo difícil de la imagen.

JUVENTUD

<Por Gustavo Provitina>

Juventud ByNPaolo Sorrentino insiste en retratar la escritura que deja el tiempo en la conciencia existencial del hombre. Si el eje vertebrador de La gran belleza era el saldo de una vida malograda tras un éxito temprano; Juventud propone lo contrario: un presente vacío que obliga a mirar atrás, aunque no demasiado, para encontrar algo que valga la pena ser recordado. El conflicto existencial es común a ambas películas pero el tratamiento es diferente. Juventud ofrece una estructura dividida en cuatro vidas igualmente vacías: dos ya en la curva de la ancianidad Fred Ballinger (Michael Caine) y Mick Boyle (Harvey Keitel); las otras dos en la antesala de la madurez: Jimmy Tree (Paul Dano) y Raquel Weisz (Lena Ballinger). La configuración etárea es consecuente con las funciones sociales de estas cuatro almas detenidas en un lujoso spa ubicado en el corazón suizo de Los Alpes. Los amigos de cara al tramo final de sus vidas son directores: uno de orquesta (Fred Ballinger); el otro de cine (Mick Boyle). El talento que han desarrollado para dirigir sus respectivas artes es inversamente proporcional al que supieron conseguir para encauzar el equilibrio de sus emociones en la etapa más fecunda de la vida. El racconto perturbador al que se ven expuestos proviene de la conciencia antes que de la memoria. Los directores comparten su desasosiego junto a un actor insatisfecho de sus logros Jimmy Tree (Paul Dano). Se suma a ese cuadro de insatisfacciones repartidas la angustia de la hija de Fred,  Raquel Weisz (Lena Ballinger).

La cámara de Sorrentino sondea el espacio de sus sombras, los obliga a reconocerse en la caída. Contrasta con la desprolijidad y las deficiencias plásticas usuales en el cine europeo que hemos podido ver últimamente con escasas excepciones. Los personajes no logran fundirse con su medio porque siempre parecen en deuda con las fastuosas estructuras por las que deambulan y esto los despega del paisaje y los reduce a una escala miserable. El espacio los contiene y los aplasta al mismo tiempo. Sorrentino es uno de los pocos realizadores actuales que tiene la capacidad alquimista de expresar los espacios sin aspavientos inútiles, como una prolongación interior de los personajes. El spa es un purgatorio cinco estrellas, confortable para analizar derrotas y esconderse cobardemente del mundo. Los hospedados recorren circuitos repetidos como hámsters entrenados en el ejercicio banal de atravesar el vacío sin tocarlo. La toponimia del fracaso los acecha con sus perros de caza. El retiro, no los acerca a la paz interior sino al vacío. Hasta el jugador “Sudamericano” interpretado por Roly Serrano -Maradona, ¿qué duda cabe?- se sumerge en el ostracismo refinado del infierno florido frente a la mirada curiosa de sus compañeros de hospedaje y se mueve en el agua como una bestia bíblica con el semblante venerable de Marx tatuado en la espalda. Este personaje aparece como el símbolo inequívoco de la gloria y el ocaso, del triunfo y la extravagancia decadente. La cámara se detiene en el tatuaje de su espalda como si fuera un mapa. También mira de cerca las manos de Fred Ballinger, el músico empecinado en estrujar un papel para repetir el obsesivo gesto de un ritmo y a la vez capaz de dirigir la infinita música de la naturaleza en la soledad de un prado.

Si algo promete todo purgatorio -hasta el más lujoso- es el encuentro con uno mismo. El dolor cuando no mata, enseña. Los selectos pensionistas del spa suntuoso van a curarse de ellos mismos. La cobardía de buscar culpables para no asumir la responsabilidad de los propios errores se pone en crisis frente al paisaje de esa anemia espiritual inmune a todo mecanismo de defensa. El diálogo es interno, sucede entre las paredes difusas de la decepción. Todos han sido víctimas de su propia opacidad (hasta el monje tibetano que contra la adversidad de los pronósticos consigue levitar). Para alcanzar la paz interior, fuente de toda elevación, antes hay que morder el veneno de las malas ortigas.

Los personajes de Juventud parecen obedecer a ese verso de Discépolo que dice: somos la mueca de lo que soñamos ser.  Cada uno de ellos arrastra su sombra, su baba de caracol contra el vacío. El director de orquesta que interpreta Michael Caine sufre el peso de su conciencia que le recuerda las disonancias de una vida miserable, alienada por el éxito profesional y agobiada por el infortunio de su frustrada experiencia amorosa. El caso de Mick Boyle (Harvey Keitel) es diferente, encarna el ocaso del director de cine pensado como autor, capaz de estampar su firma aún en obras imperfectas pero personales. Lena es abandonada por su esposo. El trabajo consciente sobre esa pérdida le permitirá recobrar el camino hacia el corazón herido de su padre. Las certezas equívocas con las que juzgaba al músico celoso de su arte anidaban en un prejuicio limitante alimentado por el carácter acaso antigregario del severo director. Jimmy Tree, bordado de manera impecable por Paul Dano, es un actor insatisfecho con la orientación de su carrera. Siente algo que Scott Fitzgerald supo expresar como nadie: ninguna carrera decente se ha basado jamás en el público. La vida le reservará un pequeño milagro en ese spa que pondrá en duda el veneno de sus pálidas certezas.

La escena que resume, iba a escribir rezuma,  toda la película es la de los binoculares en manos de Mick Boyle (Harvey Keitel). El mítico director que encarna se enfrenta a la inmensidad del paisaje en el punto panorámico y lo contempla desde ambos extremos de los prismáticos. Comprueba algo asombroso: el pasado se ve con una focal que nos aleja del horizonte; el presente, en cambio, siempre parece cercano. La vejez nos invita a mirar desde la cara de los prismáticos que nos aleja de la realidad. Esa metáfora vale por todo la película. El tiempo, la vida, es el cambio inevitable de las perspectivas. Jane Fonda, interpretando a una actriz en decadencia, le hará notar justamente eso mismo al realizador vencido, no sin antes desmoronar su última esperanza. El estro del artista se apaga como la lumbre del deseo devorado por la oscuridad.

Paolo Sorrentino, una vez más, nos recuerda con la tenue belleza de la emoción que el tiempo no es un lugar donde quedarse.

LIV & INGMAR

<Por Gustavo Provitina>

Liv y IngmarLa desolada postal de la isla de Farö. Una casa vacía donde solo entra la luz. Fotografías pulcramente enmarcadas que testimonian el esplendor de un maestro del cine junto a una actriz devenida en musa y amorosa confidente de su vuelo.

Liv & Ingmar, esa vibrante sinfonía audiovisual en seis movimientos dirigida por Dheeraj Akolkar, comienza con la perspectiva de un automóvil avanzando por una carretera  angosta. Esa campiña -digna de un cuento de los hermanos Grimm- está flanqueada por un peñasco y el solitario paisaje que rodea a una casa destinada a mirar la serena correntada del Mar Báltico. El paisaje en la luneta trasera del coche se va alejando a medida que la voz de Liv Ullman se acerca. Los cincuenta años trascurridos desde su primer encuentro con Bergman motivado por el rodaje de Persona no han hecho más que agigantar la influencia del maestro sueco en su vida. Yo estaba enamorada, confiesa y esa frase abre el primer capítulo del documental: Amor. El gesto inaugural de esa relación es una mirada intensa y comprometida de Bergman, detrás de cámara, cautivado por la magia de esta actriz noruega a la que él doblaba en edad. Esa mirada arrasa los límites de la ficción. La imagen, por demás elocuente, pertenece al backstage de Persona. Ingmar observa a Liv con ese indiscreto arrobamiento que el amor delata.  Yo sabía que  él sentía algo por mí y era tan raro que alguien sintiera nada por mí. Y era Ingmar… La pregunta interna que la apremiaba, por aquellas horas, era digna de algún atribulado personaje del maestro sueco: ¿seré digna de su amor?  Antes que pudiera responderla llegó a sus manos una carta de Pingmar -apodo cariñoso brotado del amor- que iluminó su cara: Duele verte al otro lado de la ventana… La ventana proyecta el temido obstáculo que promete la angustia de lo inalcanzable.  Esa declaración de amor era demasiado para ella. Liv se asustó y regresó a Noruega. Bergman sintió en carne viva el gesto más doloroso del amor: extrañar. La ausencia se vuelve intolerable para aquél que ama y no pudo resistir la imperiosa necesidad de ir a buscarla. Ella tenía 25 años y Bergman 47.  Un viaje a Noruega justificado por una buena excusa le bastó a Ingmar para recuperarla. Ella tiene que estar conmigo, murmuró el tozudo director. Tal vez nuestro amor se dio por la soledad que ambos sentíamos, reflexiona Liv Ullman. Sembramos una especie de revolución el uno en el otro. Nos abrimos el uno al otro por completo

Las cartas acumuladas sobre la mesa recuerdan las fotos desparramadas que Ullman -interpretando a Mariane- clasifica y ordena al comienzo y al final de Sarabanda. Fragmentos de Persona, La hora del lobo, Pasión y La vergüenza dialogan desde el pasado tiñendo la mirada templada del presente.

Soledad, es el nombre del segundo capítulo. Comienza aludiendo al muro de piedra que Bergman construyó en torno de la casa para cercar la relación. Esa pared constituye el símbolo elocuente de la asfixia y del aislamiento total que acabaría, gradualmente, con la pareja. El nacimiento de Linn, en ese clima de severo retraimiento, acentuaría la intensidad del conflicto. Ullman estaba dividida entre dos demandas imposibles de satisfacer en toda su intensidad: el clamor natural de la niña y el absorbente deseo de Bergman. En  «Linterna mágica», el libro autobiográfico del director, hay un balance tardío sobre esa situación: Una grandiosa equivocación me llevó a construir la casa pensando en una vida en común en la isla. Olvidé preguntarle a Liv su opinión (…) Se quedó unos años. Luchamos contra nuestros demonios lo mejor que pudimos…

El tercer capítulo, Rabia, enfatiza el creciente clima de hostilidad entre ambos. Los impulsos violentos, la ira ejecutada sobre el cuerpo del otro para cercarlo y reducirlo a los límites de la posesión representan la fase final del vínculo amoroso. El documental completa el testimonio de la actriz con escenas de dos películas que describen situaciones de violencia física liberadas en la intimidad brutal de una pareja: Pasión (1969) y Escenas de la vida conyugal (1973).  El rodaje de las películas servía como espacio de liberación de esa rabia contenida. La ficción y la realidad se anudaban riesgosamente hasta el límite de la destrucción.  La inseguridad, los celos, el salvaje deseo de posesión y de control total nunca satisfecho, detonaba el grito primal de las ofensas. La violencia física o psicológica los fue llevando al margen de lo soportable.

Dolor, el cuarto capítulo, se abre con una implacable reflexión: yo iba detrás de otros porque no tenía ninguna seguridad… Madurar ese diagnóstico le permitió tomar conciencia de la imposibilidad de edificar un proyecto sólido y estable con Ingmar Bergman. Una escena de La vergüenza, esa tormentosa relación que culmina en una alienación brutal,  reafirma desde la ficción la confesión de Ullman: ¿Qué pasará si no conseguimos más hablar el uno con el otro?  La amenaza de la incomunicación verbal confirma la disolución previa de los vínculos físicos. El inconveniente de un lenguaje emocional compartido es la señal inequívoca de la ruptura. Brota desde el zócalo de las palabras la manida frase de Saint-Exupery: La experiencia nos enseña que amar no significa en absoluto mirarnos el uno al otro sino mirar juntos en la misma dirección… (Tierra de hombres). Bergman y Ullman miraban en direcciones opuestas. Cuando llegó la separación no hablábamos de ello. Mientras guardaba mi ropa fingíamos que no pasaba nada. La imposibilidad de transformar en materia de expresión verbal los sentimientos se interpone entre ambos. El capítulo Anhelo ofrece  un racconto de la proyección internacional de Liv Ullman. Su breve pero exitosa incursión por Hollywood lejos de mitigar la pasión por Bergman parece haberla incrementado.

Amistad es la última estación de este viaje revelador y cautivante. Omitiremos la intimidad de esa relación. Un dato relevante que nos interesa mencionar es la forma en que el viejo director valoraba a su emblemática actriz: es mi Stradivarius, solía decir. El elogio por demás afectuoso no escatima, sin embargo, la posesión, ni cierto grado de cosificación. Ullman era su Stradivarius, es cierto, porque daba siempre la nota exacta en el momento preciso. En Linterna Mágica a Bergman no le tiembla el pulso para  reconocer que su película Cara a cara le debe mucho a Liv Ullman que luchó como un león. Y agrega: Gracias a su fuerza y a su talento la película se sostiene en pie…

La conexión entre ellos era tan sólida y profunda que Liv presintió la muerte de Ingmar. La actriz noruega viajó en un avión privado hasta la isla de Farö y cuando Bergman, sorprendido, le preguntó el motivo de su inesperada visita, ella se limitó a citar una réplica de Sarabanda, la última obra maestra que hicieron juntos: porque me has llamado… Esa misma noche, Bergman se fue de este mundo.  Era el 30 de julio de 2007.

LOUIS MALLE, EN MEMORIA

<Por Gustavo Provitina>

Louis MalleEl 23 de noviembre de 1995, hace veinte años, en Los Ángeles, se apagaba la vida de Louis Malle. Su nombre, para los espectadores actuales, es  menos conocido que el conjunto de obras que legitimaron su merecido lugar en la historia del cine mundial. Prematuramente asociado con la nueva ola francesa sin otro criterio que su pertenencia a la misma generación y lugar de origen de los realizadores surgidos de la redacción de Cahiers du cinema, el estilo de Louis Malle analizado a la distancia parecía tener muy poco en común con la estética preconizada por esos autores. La película más cercana a esa mirada probablemente sea Ascensor para el cadalso (1957). El tono mesurado de la cámara virtuosa de Malle, el rostro inquietante de Jeanne Moreau, la mirada nerviosa de Maurice Ronet, los claroscuros del  París insondable fotografiado por Henri Decae y la música punzante de Miles Davis preconizaron en esa, su segunda película -antes había filmado El mundo del silencio en codirección con Jacques Cousteau- el cine francés de la década siguiente. ¿Cómo omitir en esta crónica la marcha incesante y sensual de Jeanne Moreau por las calles del viejo París biselada por el sonido inconfundible de Miles Davis?  El acento descriptivo de la cámara merodeando la oscuridad de esa pareja condenada al error anticipa el sentido metafísico que distinguirá al policial francés en los años sesenta. El peregrinar borroso de Jeanne Moreau, digamos también,  nos hace pensar en el vagabundeo difuso que Antonioni le pedirá en La noche unos años después. La tercera película de Malle, Los amantes, le hará exclamar a un Truffaut mesurado en sus definiciones: Louis Malle ha realizado la película que todo el mundo lleva en su cabeza y que sueña en realizar… Guillermo Cabrera Infante[1] definió a Los amantes  como un ensayo sobre el amor, y lo es desde el momento en que el, ya mítico, director francés abre todos los ángulos posibles para interpelar al amor. Dicho en otros términos: Louis Malle retrató con delicada precisión la corrupción de los lazos humanos, el abandono y la hipocresía analizando la introspección psicológica de Jeanne mediante uno de los recursos inconfundibles del cine francés de ese momento: la voz en off,  esta vez no utilizada desde el monólogo interior sino a través de la focalización de un narrador omnisciente. El escritor cubano también analizó el planteo estético de Malle para describir la consumación amorosa: En ‘Los amantes’ hay una sola gran escena de amor y está realizada con el menor número posible de elementos. Un cuerpo horizontal, un suspiro en aumento, dos manos que se estrechan con tensión y un susurro… Bernard y Jeanne sellarán su amor en la secuencia más hermosa de la película, bajo el clair de lune maravillosamente fotografiado por Henri Decae, uno de los directores de fotografía más inspirados de la historia del cine francés, con esa música gloriosa de Johannes Brahms: el segundo movimiento del Sexteto Nº 1 para cuerdas. Malle filma el amor absoluto, poético y despojado de todo lujo material que se consuma en la soledad de la campiña una noche de luna. Bernard, en un arrebato lírico inusitado, recitará los versos de Lucía, el célebre poema Alfred de Musset[2]La luna se alzaba en un cielo sin nubes/ como un largo velo de plata que de pronto se inundase/ Ella vio, en mis ojos, resplandecer su imagen/ su sonrisa parecía un ángel

La vena poética que Ascensor para el cadalso y Los amantes parecían anunciar se quebrará drásticamente en  la transposición cinematográfica que Malle hará de la novela de Raymond Queneau: Zazie en el metro (1960). Retomará, poco después, la senda de la introspección psicológica de una conciencia profunda en su transposición de la novela de Pierre Dreu La Rochelle: El fuego fatuo (1963). El maestro francés analiza con su cámara la situación de un espíritu atormentado al que todo lo toca aunque él no pueda tocar nada y deba resignarse a arder solitario y arrumbado en las llamas de su propio fracaso.

La plasticidad de Malle, su absoluta idoneidad en el manejo del lenguaje, le permitió abordar sin restricciones técnicas ni expresivas todos los géneros. Hacer un relevamiento de sus mayores aciertos sería injusto en alguna medida pero no podemos despedirnos de esta crónica sin mencionar algunas de las obras por las que siempre será recordado:  Viva María, Calcuta, Un soplo al corazón,  Lacombe Lucien, El unicornio, Adiós a los niñosVania en la calle 42

Recordar a Louis Malle a veinte años de su muerte es una forma de preguntarnos, también, en qué se ha convertido el cine francés desde su partida hasta la actualidad y, a la par, estimular una retrospectiva crítica de su obra a los fines de penetrar y contextualizar la huella categórica de su legado artístico.

[1] Cabrera Infante, Guillermo. Un oficio del Siglo XX,  Barcelona, El País/ Aguilar, 1994.

[2] Lucía era el segundo nombre de Aurore Dupin (George Sand), notable escritora y amante de Alfred de Musset.

EL CINE SEGÚN PIER PAOLO PASOLINI

<Por Gustavo Provitina*>

A cuarenta años de su muerte

12186102_853373498117473_139923147_o1. Los Versos del testamento de Pier Paolo Pasolini comienzan con una declaración que bien podría aplicarse a los personajes de sus mejores obras: hay que ser muy fuertes para amar la soledad. ¿Pero qué soledad? ¿La del asceta que va en busca de la iluminación o la del paria que se resigna a su deriva? La fortaleza del solitario cifrada en la escritura del autor de Accatone es consecuencia de su imposibilidad para integrarse a un mundo azotado por la rabia. El cine de Pasolini no deja margen para las uniones felices. La familia es un núcleo fértil para la desintegración como demuestra en Teorema. Su filmografía testimonia, sin vueltas, el origen político y social que articula el campo de vibraciones de ese lenguaje de la realidad que aplicó a sus personajes arrojándolos a la interacción violenta con las miserias de un entorno hostil. La fortaleza que la soledad exige no hace diferencias ni de género ni de clase: la soledad de Medea o de Edipo no es menos trágica ni esperpéntica que la del hambriento partiquino de La Ricota. Quien se haya internado en las sombras de la filmografía esencial de Pasolini reconoce la fortaleza del solitario que atraviesa el desierto de sus íntimas miserias solamente para confirmar la precariedad moral del mundo. La marginalidad entendida como pura latencia del grito primal de los excluidos anunciada en Accatone encontraría, probablemente, su máxima expresión en El evangelio según San Mateo, retrato violento y visceral de un Cristo capaz de poner en crisis los frágiles cimientos de la inconsistencia crítica del hombre. Solamente Pasolini podía tener la ocurrencia de convertir una disputa entre dos reos en las calles polvorientas de un barrio de emergencia en un ensalmo trágico apelando a la celestial grandilocuencia de Bach (Leonardo Favio tomaría prestado ese recurso en la escena del río de Crónica de un niño solo). Pasolini legitima desde Accatone, su ópera primera, un sistema de escritura audiovisual que no vacilará en bautizar: cine de poesía. Y el cine de poesía empieza por manifestar la vibración del pulso. El pulso de la cámara de Pasolini invadía la experiencia vital de sus criaturas con impertinencia táctil, como bien lo demuestran los primeros planos de El evangelio según San Mateo, particularmente la escena en que Judas se derrumba junto a un portal vencido por las flaquezas de su propia vileza. Refiriéndose, justamente, a esta película en su fase de gestación, Pasolini confiesa en una carta fechada en 1963: Lo que quiero hacer es una obra de poesía. Esta vocación puesta al servicio de toda su producción artística encontrará su cauce definitivo a partir de esa película concebida, como él mismo lo ha dicho, luego de una lectura minuciosa del Evangelio de Mateo. La preocupación de Pasolini en esa tumultuosa década del 60 estaba puesta en el análisis comprometido del cine como lenguaje de poesía y lo que se proponía hacer con el texto de Mateo era: traducirlo fielmente en imágenes, siguiéndolo sin ninguna omisión y sin ningún agregado al relato. La palabra traducir no está, por supuesto, elegida ni utilizada azarosamente, por el contrario, parece abarcar toda una declaración de principios. ¿Es posible salir airoso de un reto semejante? La respuesta -si es posible hallarla- será preciso rastrearla en el visionado minucioso de la película. Pasolini pensaba el cine como una escritura y esa es la raíz de su matriz de teórico encendido, de polemista brillante capaz de establecer sustanciosos debates con nutridos semiólogos, pensadores y realizadores audiovisuales de la talla de Eric Rohmer. Si la realidad posee su propio lenguaje, y el cine es el medio ideal para expresarlo, Pasolini moldea las posibilidades de ese medio con delectación de orfebre. Hacer cine es escribir sobre un papel que arde, repetía acaso para dejar constancia de las palpitaciones de su cámara. Un paneo buscando un rostro -en las modulaciones de ese cine candente- era como tocar el fuego rozando el aire. Las texturas de los precarios atavíos, la piedra helada de los muros, las miradas vacilantes, ese modo de correr hacia el abismo de sus criaturas desvalidas, en fin, esa configuración estética de la realidad que Pasolini desarrolló con la mirada atada al único tiempo posible del cine: el presente, conserva su vigencia a pesar de que en estos días la evocación de su escandalosa muerte desenfoque el verdadero sentido de su vida. Nunca mejor que en su teoría llevada a la pantalla es posible refrendar el valor absoluto del cine como medio de representación en su sentido cabal, es decir, asumiendo todo su potencial para hacer presente lo real. Atendiendo a este principio, Pasolini optaba por la primacía de un solo ángulo visual y esta elección no era menos moral que estética. Ver es comprometer la mirada con una perspectiva que como toda escritura real arde en un solo impulso.

2. Pier Paolo Pasolini entendió -fatigando los velos de la semiología- que el cine en tanto lenguaje impone un campo de lectura, así como es posible referirse a los sistemas de signos lingüísticos para dar cuenta del habla, también es dable suponer que hay un lenguaje de imágenes estrictamente cinematográficas (im-signos). Los im-signos comprometen el mundo de la memoria y de los sueños. Pasolini entrevió que, a diferencia de los len-signos, es decir, de los signos lingüísticos, escritos y orales, los im-signos, no pertenecen a un sistema simbólico, sino iconográfico, son signos de ‘vida’ (…) mientras que los restantes modos de comunicación expresan la realidad a través de lo simbólico, el cine expresa la realidad a través de la realidad… Todos los len-signos pueden estar contenidos en un diccionario capaz de dar cuenta de su uso; las imágenes cinematográficas, en cambio, escapan a esa posibilidad. Constituye un desafío ilusorio, para todo autor cinematográfico, alentar la pretensión de establecer un diccionario de imágenes. Su tarea, consecuentemente, se despliega en dos pasos: por un lado, extraer del caos el im-signo y luego asignarle un lugar de lectura en un marco que refiera su poder significativo desde lo gestual, lo onírico, lo ambiental, etc…. Dicho en otros términos, se trata de escoger un repertorio de imágenes, de significantes visuales y sonoros  para apropiarse de ese im-signo, como hace el escritor cuando organiza la base de su vocabulario y, en consecuencia, añadirle una cierta calidad expresiva individual. Toda vez que un autor cinematográfico decide realizar un film debe repetir esta operación. Pasolini concluye que el cine es un lenguaje artístico, no conceptual cercano a la lengua de la poesía, sin embargo, la gran presión ejercida histórica y culturalmente sobre este arte lo confinó a adoptar una lengua de la prosa narrativa de tendencia naturalista.

Tres rasgos intervienen en este cine de poesía: a) una tendencia técnica neoformalista; b) la expresión en primera persona, determinada por el uso del estilo indirecto libre; c) la existencia de personajes portavoces del autor. De allí que la adición histórica de los im-signos imponga una vida efímera a lo que se inscribe en la pantalla, tan atado al presente está su sistema de aprehensión de la realidad que el mundo de lo filmado envejece rápidamente. Por otra parte se trata de un sistema constituido por imágenes concretas, no hay margen para abstracciones  y menos aún para vagas formulaciones esteticistas. Pasolini aboga en favor de un cine visceral, candente, resuelto a poner en crisis la mirada de los espectadores con un afán poético revolucionario. Acaso ese mismo fervor, esa palabra que al subir a la mirada ardía con demencia de tizón dantesco lo haya conducido a la más absurda de las muertes: la del hombre destinado a ser la mecha explosiva de los guardianes del odio.

*Director, intérprete y guionista.

MIA MADRE

<Por Gustavo Provitina*>

MíamadreMia madre, el nuevo filme de Nani Moretti, confirma -y acaso esta sea su mayor virtud- que el director italiano retrata a sus criaturas desde una zona de aparente nitidez. Siempre hay algo borroso entre sus personajes y nuestra ambición de claridad (como en toda obra que valga la pena). La habilidad de Moretti consiste en disimular ese ligero desplazamiento del “foco” y su tendencia a desviar la tensión hacia una zona de prudentes opacidades, de borrosas magnitudes existenciales. Moretti lo sabe y por eso mismo sus personajes se mueven en un precario equilibrio que va desde la estupidez hasta la perspicacia desafiando todas las temperaturas de la emoción. La paleta y los trazos que utiliza son esquivos a la restringida definición de los géneros. El lenguaje de Moretti no es complejo, sin embargo siempre hay algo, algo que se nos escapa a la hora de creer que podemos explicar algunas de sus obras encuadrándolas según el canon formal de la estructura clásica. Ese algo es una cierta cualidad de la distancia que interpone entre la representación y lo representado, la misma distancia que la directora de cine interpretada por Margherite Buy les pide a sus actores. Ella quiere ver “al actor al lado del personaje”. La contradicción de esa afirmación es -como la nitidez esculpida por Moretti-  aparente. Margherita pide algo que solo es posible en el arte: “vivir y verse vivir”, escrito así con las comillas que limitan la intención concluyente de la afirmación. Un actor que “está al lado del personaje” podría hacernos pensar en la gastada metáfora teatrera del cuerpo del intérprete virtuoso capaz de alojar las almas que les presta la ficción. Sin embargo, restringir esa imagen a su sentido literal empobrece su significado y, por otra parte, Moretti nunca es obvio ni superficial. Cada una de estas criaturas solitarias y desencantadas que retrata sin lisonjas, encarnan un rol social que los define: el hijo triste y solitario, la hija desbordada por la crisis, la madre enferma y desvalida, la adolescente demandante que asume con angustia los cambios de su vida. Para soportar los embates de la existencia están obligados a asumir un personaje que nunca es convincente porque siempre es provisorio. Margherita debe mostrar una seguridad en el rodaje que se desvanece apenas llega al lecho de muerte de su madre (aunque por momentos aparezca su espantosa intolerancia en situaciones que la desbordan reclamando, sin falsos blindajes, su debilidad).

El contraste lo representa John Turturro. Agobiado por un ego superior a su talento, el personaje interpretado con notable variedad de ritmos y asertos expresivos por el actor norteamericano, vocifera enfurecido: “quiero salir de aquí, quiero volver a la realidad”.  Justamente ese alarido explica por qué no comprende el clamor de Margherita. ¿Cómo va a estar al lado del personaje quien se permite dudar de que la realidad y la ficción se funden durante el proceso creativo de construcción de una película pero sin disolverse?

Lo verdaderamente dramático del planteo de Moretti es que la incomunicación que rodea a los personajes, y los obliga a deambular en la neurosis del foco aparente, es una estrategia de supervivencia antes que una elección deliberada. Se expresan a medias y cuando estallan nunca van a fondo porque necesitan conservar la máscara para sostenerse. Estar al lado del personaje -casi como pretendía Brecht- es una premisa válida en el terreno artístico pero en la vida parece poco probable distanciarnos de nosotros mismos sin perder la salubridad mental.

El entramado de las relaciones humanas en Madre mía funciona a partir del tratamiento que hace Moretti de esa zona de desenfoque emocional a la que somete a sus personajes. La muerte encarnada en la figura de la madre avanza y con ella la certeza de la fugacidad existencial. No importa los subterfugios que usemos para negarla, darle la espalda es imposible: la muerte es el único horizonte. Y por eso, aunque previsible, el final de Mía Madre no podía ser otra cosa que la contundencia fatal de una mirada.

La película alterna dos circunstancias tensas y pungentes de la vida de Margherita Buy: el rodaje de su película con todos los avatares que rodean a un proyecto artístico cargado de zozobras y la prolongada agonía de su madre, una profesora de latín que va perdiendo progresivamente la capacidad de comunicarse. Ese proceso está atravesado por viejos lastres que proyectan sus sombras sobre la vida de esta mujer emocionalmente inestable que vacila entre la inmadurez y el sarcasmo: su torpeza para amar, la compleja relación con su hija adolescente, la aquiescencia resignada de su hermano (interpretado por el propio Moretti). El director italiano, felizmente, no se dejó arrastrar por la tentación del flashback y la quebradiza tendencia a utilizar la agonía de la madre para repasar instantes felices o traumáticos. El tiempo de Moretti es el presente y sus fortuitos avatares. Margheritta -como el actor que anhela- debe transitar dos dimensiones paralelas que absurdamente se potencian y se anulan mutuamente y a la vez la excluyen del control: la realidad y la ficción. La alternancia entre estos núcleos narrativos está matizada por ese recurso típicamente italiano que consiste en la agudeza para trenzar el humor y el drama con una eficacia pareja. Moretti trabaja -esto hay que decirlo- los contrastes de un modo excesivo, brutal por momentos y uno termina riéndose a veces sin saber por qué. Las transiciones entre un clima y otro son débiles y esa, quizá, sea la clave del efecto altisonante que provocan. ¿Valen la pena, al fin y al cabo, esos golpes de efecto? Un buen espectador del cine de Moretti diría que constituyen el pulso mismo del director, el perfil agudo de su estilo. Hay metáforas ingeniosas como la del actor al que se le pide que maneje naturalmente con el parabrisas inundado de cámaras y faroles que le impiden ver el camino. ¿Cómo no ver en esa escena una de las representaciones más mordaces y desaforadas de la vida? ¿Quién no ha sentido alguna vez la carga de tener que avanzar a ciegas fingiendo una lucidez imposible? ¿Cómo no sentir el deseo de parar la marcha, bajarse del auto y gritar -como hace Turturro en otra escena- quiero salir de aquí, quiero volver a la realidad? ¿Pero quién puede determinar de un modo infalible los límites entre la apariencia y la realidad sin el peligro de estrellarse en la primera curva?

*Director, intérprete y guionista.